Como conocía el palangre,
y mis dedos se empapaban,
me embarqué a la robaliza.
Mi aposento
olía a fécula.
De día lanzaba bazofia
a los ojos de la espuma.
El agua herida se despedía nerviosa.
A todas horas
merodeaba la adversidad.
Pronto ganarían
tierra los marinos,
la quilla rampante
y la fatiga pesando.
Pero mientras, en mis ojos
se enroscaba el viento norte.
Y mi fiebre,
mi fiebre de siglos,
oscilaba según la captura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario