El pavimento empezaba a pedir una mejora a gritos. Las losetas se habían asentado con diferente suerte a lo largo del tiempo y componían un campo minado para falanges y uñas, sobre todo ahora que había llegado la época de las sandalias. Pese a ello no acaeció calamidad digna de mención, y así, lo que bien podría haber parecido un augurio, se quedó en mera anécdota. El orden perfecto tenía algún enemigo más. Los aspersores, con su cacareo, salpicaban las pantorrillas de las gobernantas. Fuera de eso todo parecía normal. Normal, claro, en el marco de un nivel 4 de alerta antiterrorista.
Bastó una mirada de soslayo para que el número de la patrulla, metralleta en ristre cual ukelele, advirtiera el socavón. Bastó también un leve codazo al compañero y un gesto con la cabeza para que ambos enfilasen hacia el lugar del extraño fenómeno. El agujero medía cuatro metros y medio de diámetro por dos y medio de alto. En el fondo del cráter una vaca patas arriba pugnaba por ponerse en pie, perpleja, lo más seguro, por su constitución en tan desusada latitud. Los agentes de movilidad que en Los Madrazo intentaban resolver otro misterio, el de la cornisa caída, acudieron ante la llamada de los Nacionales. Se congregó así en torno al derrumbe el primer grupúsculo (luego habían de ser multitudes las que se agolparían en peregrinación, afluentes y rivales al unísono de las largas colas para la exposición de El Bosco). Salva, el ujier, un extremeño que harto de segar al sol se vino a Madrid en busca de mejor fortuna, fue el primero en articular una frase con un mínimo de lógica.
- Pero esta vaca... aquí... parece que se haya caído de un avión.
Lo que no explicó Salva es cómo siendo cierta su hipótesis la vaca seguía viva y cómo podía ser que un avión sobrevolase, impunemente, el Paseo del Prado.