sábado, 27 de septiembre de 2014

LA RECTORAL









En cuanto el maíz se pudre en la planta de cada cien días llueve noventa. La lluvia purga las fuentes, pellizca las silvas y entre que toca la tierra y llega al Brañón entona un salmo. Quizá sea una letanía, quizá una plegaria. El agua corre ante el pazo de Mella con su muro, con su piedra, su capilla y sus cañas de bambú. Visita Os Currás donde nada se le pierde y prosigue su camino hacia los prados. 


De tanto que llueve el burro de la casa rectoral agacha las orejas. La lluvia le aplasta el pelo y le moja el costillar. El animal alienta como a golpes, mientras aguanta el agua con la resignación de un mártir, con la paciencia, si acaso, de un penitente. Por la cuerda que lo ata en la era se le fuga el pensamiento. Parece sumido en un ciego abandono que lo inunda, que lo llena de pesadumbre. Igual también nota un cierto resquemor. ¡Quién sabe! 


Llueve por toda la diócesis. De ahí que al foráneo le sobre el tiempo para escribir y fumar. Dibuja de memoria y pasea. Tras la galería en la de Indalecio oye llover. De pie junto al ventanal el foráneo se tienta la boca. Busca hebras de tabaco. A veces sortea el lance y las escupe en seco, lo más en seco que puede. Desde que se hospeda en la de Indalecio rellena de garabatos una libreta. Entre aquellos se adivina la casa del cura, su campanario, su río (en la zona llaman río al lavadero) y su fachada en ruinas. La casa rectoral, la que dicen casa del cura, ¡dónde va que está toda invadida de maleza! Al foráneo le gustaría poder pintar el sonido de los alacranes y el verde de las silvas pero sólo tiene un lápiz de grafito. Con él retoca también los otros bocetos, los tomados del natural, sobre todo los del burro. Aquí rascándose contra el hórreo. En este espantando moscas con el rabo. En este otro echando la boca a las hojas del peral. El foráneo querría asimismo pintar las ánimas pero se le antojan menos dóciles pese a que abundan y andan a menudo del arrimo a los galpones.










domingo, 13 de abril de 2014

LA DE INDALECIO 1




        El visitante, el foráneo, busca fonda. Le han dicho que en la de Indalecio arriendan camas pero que no espere trato de marqués. El visitante desanda lo andado para volver a la general. El camino que despieza la parroquia burla el mapa ladera arriba. Recuerda la cicatriz por la mejilla del tratante escala 4:1 que se expone en la de Indalecio. Es un viejo en sepia con una taza de vino en una mano y una cuerda en la otra. El detalle de la cuerda le confiere un aire macabro, cómo diría... lúgubre. Entre sus labios flota un pitillo contrario a la física y a la higiene. Flota como por efecto de la hebra de humo que le sube por la misma mejilla que la cicatriz. La escena prende al visitante quien primero pone mueca de incredulidad y luego se palpa el bolsillo de la camisa. El humo vivo del ducados ahora lo distrae del otro humo, muerto, gris y perenne que aspira a adornar la pared del fondo. Ajusta la dormida, echa mano al monedero y paga el largo de café. Al franquear la puerta que da a los pisos, le lanza al cuadro una última mirada por el rabillo del ojo.

        Es domingo y hace sol. Que haga sol al visitante le parece bien. Que sea domingo al visitante le parece bien. Los domingos en la de Indalecio preparan callos con garbanzos y a la salida de misa el local se llena.
        Entre tanto alboroto a Monchiño da Zoqueira la lengua le rebosa y los ojos se le cuecen. Monchiño pone la silla al revés, sienta en ella y oye el murmullo del bar hasta que lo atrapa el sueño, hasta que el sueño le da con su mugido y su olor a friegas de bidueiro . Sus ojos de píntega se le van para los lados y el esqueleto le cuelga con el peso de las voces. Monchiño siempre sienta con el respaldo para él para que el sueño le de y lo lleve sin llevar un golpe. Ya tiene caído por sentar como en la escuela, como le decía doña Elvira que sientan las personas. Dizque a Monchiño, tras nacer contrahecho, apenas le daban unos días de vida. A la última salió duro como las piedras. No es por nada pero yo creo que nos va a enterrar a todos. En cierta ocasión Monchiño estuvo a punto de pensar algo, pero bebió agua del grifo y se le pasó. En otra ocasión estuvo a punto de pronunciar bien pero sonó los mocos y se le pasó. Por San Roque, a la que levanta la orquesta, los mozos le dan a comulgar queso taqueado y estrella galicia. El queso le hace mal, la verdad, nunca le prestó, ni de pequeño, pero por un quinto de balde Monchiño haría lo que fuese. Lo que fuese. Monchiño da Zoqueira sirve en la de Solina. Se ocupa de estrar las cortes, ordeñar las vacas y llevarlas a pacer. Cuando va al lameiro aparta de las pozas, mucho gracias a sus ojos de píntega.

viernes, 4 de abril de 2014

El cruceiro.

    
 
 
     En la parroquia hay, en cierto modo, dos parroquias. El camino que divide a la parroquia en dos nace de la general en el Souto a los pies del cruceiro. A sus pies también, de vez en cuando, el aire arrastra un poco de arena. El cruceiro ronda el tiempo de los doce castaños que guardan la capilla pero semeja tener más edad. Su piedra se ve cansada.

      Delante del cruceiro al ganado le muda el semblante, le cambia la expresión, se llena de humildad, de mansedumbre. El ganado es lo que tiene: que, según la ocasión, conoce igual o mejor que las personas. En cuanto a los amos del ganado no superan el cruceiro sin primero persignarse como es de ley. "Mamá, ¿por qué paramos aquí seguido?". "Andreíña, no preguntes. Hay que ser como la gente. Por la, señal, de la Santa, Cruz, de nuestros, enemigos, líbranos Señor, Dios, nuestro, en el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu, Santo, Amén". Andreíña se imita mucho a su madre en los ojos y en el pelo y en la hechura de la boca. Es una niña muy buena de conformar. Así que por los ojos, por esos ojos clavaditos a los de su madre, le empieza a comer la muñeca de trapo que agachó tras la higuera, a salvo de los tordas. "¿Y por qué siempre hacemos el porlaseñal grande y no el pequeño?"
 
     Mismo después del cruceiro, en vez de seguir el camino que divide el pueblo en dos, hay la alternativa de tomar el desvío que baja al camposanto por la de Chas. El que vaya ha de saber que se interna en una atmósfera densa, grave. Se mete en un terreno de niebla, pantanoso, de miradas amargas y amargos hábitos. Tal fenómeno aparece descrito en las partidas bautismales que halló don Ramón bajo el banco ciego de la sacristía. Más adelante, si sobra tiempo, nos ocuparemos del asunto. De momento baste con saber que en el cruceiro, o sobre el cruceiro o cabe el cruceiro silba el aire y se entretiene con las arenas del camino. Tal fenómeno llegó a nosotros por tradición oral. No obra en documento alguno hallado bajo banco ciego alguno de sacristía alguna.

     El visitante, el foráneo, se apea del bus en el Souto. Trae poco equipaje y se queda con cara de mamalón cuando el bus reanuda el trayecto. El bus lo hace, reanuda el trayecto, como queriendo echar algo alojado al fondo de la boca. El visitante, el foráneo, se queda quieto junto a los doce castaños. Ha elegido esta parada a la buena de Dios. Podría haberse bajado en Brexo - Lema o en Santa Aia de Cañás. Sin embargo, no se sabe por qué, se agarró a la barra unos segundos antes de asomar la capilla. Al chófer, que había estampado los ojos encima del espejo, le bastó de señal. Entendió que había que ir aflojando el tren, que allí había un corazón decidido comunicando su orden al libro de las acciones heroicas. Nada más alejado de la verdad.



sábado, 8 de febrero de 2014

Polo demáis, todo ben.

   
 
     Teño diante a foto na que estamos ti, eu e o Luqui nas escaleiras da entrada. Sento ó teu carón e tremo do Luqui que semella turrar frente ó maínzo da leira. O  Luqui era aínda pequerrecho coma min e nós, ti máis eu, eramos como o día e a noite. Eu, sempre coa cabeza chea de aparellos prendidos no aire, de coleópteros de corda e ti, co coiro ese teu nos ollos e as mans secas de tanto cepillar madeira. Eramos como o día e a noite. Foi así dende o principio e non cambiou co tempo. Agora penso nas ducias de broncas. Penso no inútil desgaste, meu e teu, e non dou atopado un só motivo que xustificara todo aquelo.

     Cando cheguei tiñas a pel aínda quente. Non diran as dez e mamá seguía de pe sen saber qué pensar nin qué dicir. Tiñas a pel quente e o cabelo finiño igual que se acabaras de vir ó mundo. Non pechara-los ollos ben de todo como se estiveras coa fatiga dun turno doble. Íache dicir "Esperta, papá". Estiven onde a ti uns segundos. Sempre cheguei a tempo. Ti sábe-lo. Pero desta volta foi tarde mesmo antes xa de saír da casa. Non cheguei a tempo, non. Non cheguei para preguntarche se te portaras ben.

     As patas da caixa rascaron o chan da urna, unha, dúas, tres veces. Subíache polo lombo camiño da gorxa. A auga da cor da cinza viña por detrás do adro, da parte de Andeiro, a auga viña peineirada polo aire, zoaba como unha buxaina ó redor das polas, viraba nas puntas dos piñeiros, falaba, dicía "non chores, non chores".
   
     Queixábanse do tempo. Eu non. Este tempo eras ti. Inclemente pero sabio. Necesario para que floreza a vida, para que se espalle a vida e os corpos se ergan cando cheguen días millores. Porque han vir. Sí, ti eras como este tempo porque foi él quen te labrou. Xa dende neno cando ías coas vacas ó lameiro, cando a fame era o único que tiñas para comer. Eras duro. Eu non. Sempre fomos como o día e a noite, meu pai, pero neste intre eramos un. Nin ti nin eu estabamos verdadeiramente alí. O meu corpo de pe, mentras selaban con masa e paleta o contorno da lápida, o meu corpo cubría un espacio no que eu faltaba. Eu non estaba alí, non. Estaba aínda no velatorio estreitando a man daquel home.
     - Ti non me conoces
     - Pois, a verdá...
     - Son un compañeiro da Fábrica. Non te das conta
     - Non. O sinto
     - Non, non te das conta. Claro. Eras moi neniño cando te trouxo ve-la Fábrica. Leveivos eu polas instalacións. ¿Acordaste? Teu pai e máis eu coincidimos tempo e tempo no comité de empresa. Podes estar ben tranquilo. ¿Óesme? Podes estar ben orgulloso de quén foi teu pai.




viernes, 10 de enero de 2014

Viaje al pasado.

    

     La abuela nos había salido corredora. Galopaba tras el nieto de turno por entre las gallinas sin importarle que saltaran como el cascajo ansiando volar. Corría sobre los surcos, para desesperación de mi padre. Ya podía ser justo después de la simiente que le daba lo mismo. Aún parecía que estaba buscando la hora. Por mucho que pisara en falso por el campo de nabizas o doblara la rodilla sobre el lodo la brecha entre anciana y rapaz acababa cerrándose.  En mi caso las vareadas caían de una forma un tanto errática fruto de mis quiebros copiados, torpemente debo decir, de los originales obra de López Ufarte. Luego tocaba consulta con D. Eduardo quien escribía las instrucciones de su puño y letra."Le echa usted esto y en una semana ya está el niño para otra. Y tú..¿a quién quieres más? ¿a tu papá o a tu mamá?" A la consulta de don Eduardo podías llegar con gripe y salir sin una muela del juicio. Y me refiero a que podías salir "sin una sola muela del juicio" porque, dentro de lo factible, se adelantaba a tu padecimiento. Si acaso también salías extirpado de amígdalas. En honor a la verdad no hubo vez en la que su diagnóstico se demostrase equivocado. Sencillamente jamás sufría variación: "Muerto el perro se acabó la rabia".

    Cualquier día,  mi abuela no lograría salvar la distancia entre su aliento y mi nuca. Llegado ese instante me hacía a mi mismo sentado en un trono, amo del don de la burla, pensaba encerrado en el cuarto. Un cuarto cargado con un cierto aroma a desquite.

     Era un tiempo en el que casi nada estaba hecho aún. Ni tan siquiera prefigurado. Vale, ya se conocía la Nocilla. La Nocilla se untaba con desigual fortuna, sobre el pan de la escuela y el pan de hacer los deberes. Mazinger, los sabados a eso de las tres treinta, se presumía más alto que la Torre de Hercules. Sí, todos los cálculos apuntaban a que era más alto. Y aunque hubiese que tachar en ellos, a la hora de elegir, no habría color. La Torre de Hércules pintaba la mona. Además, Mazinger, en caso de necesitarse, con su fuego de pecho haría del monumento un Colajet sin palo al sol de septiembre. Me importaba poco, muy poco, la Torre de Hercules y me importaba poco, más bien nada, el mundo de los padres. Lo único que me llevaba idea era colgar las piernas en el banco de la lareira a esperar, a aguardar como un santo Job a que pasaran lo nuevo de Mazinger.

     Algunos sábados el parte se estiraba, no se sabe muy bien por qué. Esos cinco minutos a mayores me hacían daño. Entonces los minutos aún duraban lo que tenían que durar. No como ahora, que pasan y no te enteras.  El parte jamás se caía de la parrilla y eso contando que era un verdadero plomo. ¿Por qué el parte no se quedaría nunca sin capítulos?  Pero antes o después el coloso nipón se cristalizaba sobre la gran lente todavía en blanco y negro. Mis ojos se comían aquellos dibujos. Tampoco el merchandising era lo que es hoy. Sacaron, si la memoria no me falla, los puños de Mazinger que llevaban una goma por dentro y salían disparados con menos alcance de lo esperado. Las caretas de Mazinger no le hacían honor. Sin embargo los puños... los puños se parecían bastante. Pero eso fue mucho después. Yo os hablo de un pasado anterior. De cuando todo era nuevo y extraordinario. De cuando, desde el banco de la lareira, mis brazos le hacían una almohada al sueño en mi cabeza de construir algún día un gigante de acero.  A lomos de ese mázinger z del país me enfrentaría a la abuela con el amarillo de los ojos detenido, como incubando algo, inmóvil, atento, muy atento a su arrancada.
 

 



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