(I)
Esta es mi
canción agónica:
Mi padre
era el timonel
de una
hormigonera de arriendo.
Mientras
la hormigonera rumiaba
cemento,
grava y arena,
él
regateaba hierros
y pisaba
escombro.
Mi padre
era un albañil
nocturno
de alta luna.
Dormía al
raso
para que
el hormigón fresco
curase
bien.
Con una
lona le daba abrigo.
Con una
lona
combatía
la helada y sus daños.
Mientras
la hormigonera masticaba
cemento,
grava y arena,
mi padre
lanzaba paladas
polvorientas a su boca.
Cuando al
fin estaba la mezcla,
la vertía
sobre tolvas
que
aguardaban con humildad
y salían
a llenar zanjas
para
gallineros
o
colosales muros de contención.
Luego,
volvía a ensuciar
más
viajes
con
aquella lava zurda y gris.
(II)
Mi padre,
sobre la placa,
espantaba
el frío;
hacía
fuego en el estómago
de los
bidones.
La tabla
de encofrar ardía
infectada
de clavos.
La tabla
inútil escupía centellas;
pintaba de
azafrán
el
cansancio de los obreros.
Con una
manguera azul,
al final
de cada jornada,
mi padre
lavaba la hormigonera,
la
carretilla, la paleta, la llana...
Les daba
aseo como a hijas suyas.
Como si la
hormigonera
no tuviera
otro amo,
ni las
demás
mil
inviernos.
Y así,
día tras día,
semana
tras semana,
año tras
año.
(III)
Mi padre
cenaba vacas buenas
para matar
el hambre.
Las vacas
que cenaba mi padre
eran
buenas.
Pastaban
la mejor hierba
y bebían
agua de lluvia.
Achicaban
en una bañera de derribo
encallada
en el pasto,
junto a
los sauces.
En ella
bebían las vacas
sus
propios ojos.
Mi padre
no bebía agua de lluvia
sino
barriles negros,
vejigas de
vino malo,
para
aplacar la tristeza.
El día
del Patrón,
ante el
queso con membrillo,
mi padre
se dormía.
Y si no
era al toser con fuerza
o para
mirar de reojo
el pocillo
del café
permanecía
en su letargo,
como en
una escafandra,
inmune a
la bulla
de los
comensales.
Nadie sabe
con qué soñaba mi padre
acodado en
el mantel,
pero me
apuesto las venas a que,
en el
hervor de aquellos sueños,
trabajaba
impenitente,
incansable,
mi
hermana,
con sus
ejes corroídos
y su voz
pedregosa.