viernes, 10 de enero de 2014

Viaje al pasado.

    

     La abuela nos había salido corredora. Galopaba tras el nieto de turno por entre las gallinas sin importarle que saltaran como el cascajo ansiando volar. Corría sobre los surcos, para desesperación de mi padre. Ya podía ser justo después de la simiente que le daba lo mismo. Aún parecía que estaba buscando la hora. Por mucho que pisara en falso por el campo de nabizas o doblara la rodilla sobre el lodo la brecha entre anciana y rapaz acababa cerrándose.  En mi caso las vareadas caían de una forma un tanto errática fruto de mis quiebros copiados, torpemente debo decir, de los originales obra de López Ufarte. Luego tocaba consulta con D. Eduardo quien escribía las instrucciones de su puño y letra."Le echa usted esto y en una semana ya está el niño para otra. Y tú..¿a quién quieres más? ¿a tu papá o a tu mamá?" A la consulta de don Eduardo podías llegar con gripe y salir sin una muela del juicio. Y me refiero a que podías salir "sin una sola muela del juicio" porque, dentro de lo factible, se adelantaba a tu padecimiento. Si acaso también salías extirpado de amígdalas. En honor a la verdad no hubo vez en la que su diagnóstico se demostrase equivocado. Sencillamente jamás sufría variación: "Muerto el perro se acabó la rabia".

    Cualquier día,  mi abuela no lograría salvar la distancia entre su aliento y mi nuca. Llegado ese instante me hacía a mi mismo sentado en un trono, amo del don de la burla, pensaba encerrado en el cuarto. Un cuarto cargado con un cierto aroma a desquite.

     Era un tiempo en el que casi nada estaba hecho aún. Ni tan siquiera prefigurado. Vale, ya se conocía la Nocilla. La Nocilla se untaba con desigual fortuna, sobre el pan de la escuela y el pan de hacer los deberes. Mazinger, los sabados a eso de las tres treinta, se presumía más alto que la Torre de Hercules. Sí, todos los cálculos apuntaban a que era más alto. Y aunque hubiese que tachar en ellos, a la hora de elegir, no habría color. La Torre de Hércules pintaba la mona. Además, Mazinger, en caso de necesitarse, con su fuego de pecho haría del monumento un Colajet sin palo al sol de septiembre. Me importaba poco, muy poco, la Torre de Hercules y me importaba poco, más bien nada, el mundo de los padres. Lo único que me llevaba idea era colgar las piernas en el banco de la lareira a esperar, a aguardar como un santo Job a que pasaran lo nuevo de Mazinger.

     Algunos sábados el parte se estiraba, no se sabe muy bien por qué. Esos cinco minutos a mayores me hacían daño. Entonces los minutos aún duraban lo que tenían que durar. No como ahora, que pasan y no te enteras.  El parte jamás se caía de la parrilla y eso contando que era un verdadero plomo. ¿Por qué el parte no se quedaría nunca sin capítulos?  Pero antes o después el coloso nipón se cristalizaba sobre la gran lente todavía en blanco y negro. Mis ojos se comían aquellos dibujos. Tampoco el merchandising era lo que es hoy. Sacaron, si la memoria no me falla, los puños de Mazinger que llevaban una goma por dentro y salían disparados con menos alcance de lo esperado. Las caretas de Mazinger no le hacían honor. Sin embargo los puños... los puños se parecían bastante. Pero eso fue mucho después. Yo os hablo de un pasado anterior. De cuando todo era nuevo y extraordinario. De cuando, desde el banco de la lareira, mis brazos le hacían una almohada al sueño en mi cabeza de construir algún día un gigante de acero.  A lomos de ese mázinger z del país me enfrentaría a la abuela con el amarillo de los ojos detenido, como incubando algo, inmóvil, atento, muy atento a su arrancada.
 

 



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