Los guardametas estaban locos,
decían.
Como cencerros.
Fruto seguramente de la soledad
reinante
bajo los tres palos.
En cambio él se mostraba
más taciturno que fuera de quicio.
Su menudez confundía
a los arietes contrarios
quienes, a la mínima,
le descerrajaban tiros
con el empeine.
Una y otra vez, el esférico
moría en sus manos entumecidas,
enormes,
hartas
de asentar ladrillo.
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