sábado, 11 de noviembre de 2017

Minifundio.




     El descuadre es equivalente al de los cohetes de feria. Oyes la mecha ascendiendo, vertical, furiosa. Pronto un clavel de humo aparece como a traición sobre los postes de la luz. Es entonces cuando la salva te lastima los tímpanos, antes de que el humo se diluya, con el mediodía de fondo. A veces, si la fortuna te sonríe, ves caer la varilla. Su errática trayectoria recuerda la de un cuerpo mucho más ligero, aunque tú sabes de sobra cómo se las gasta cuando golpea el polvo. Entre queriendo y sin querer, alumbras la vaga, la quizás ingenua esperanza de que a alguien se le averíe el palique y el vermut. Bromas aparte, apostaría a que tu mente echa mano de ese patrón a la hora de enjuiciar el ruido de la avioneta. Si no fuera así, nada (lo que se dice nada) te permitiría intuir que su ronroneo te llega con retardo. No tendrías ni una sóla prueba, ni un solo indicio. Y sin embargo tú estás seguro de que lo que captan tus oídos no concuerda con lo que ven tus ojos. 

     Por más que estén pobladas de corrientes, las aguas del canal devuelven la dichosa aeronave volando sin brío. Su imagen repta por las arrugas del agua, como una lagartija sobre un espejo macilento. El aparato remolca una pancarta de Cinzano. Su morro con su hélice cabecea, labra el cielo tan despacio como puede.  No importa que nadie le haya dado vela en el entierro, y que haga su paseillo con algún desdén, con la arrogancia de quien se sabe a salvo de recibir una pedrada, inclusive un tiro de perdigones. No importa, no, porque enseguida se abre paso en el ambiente, se abraza a las gafas de bucear, a la sal en los labios, a la sal en la piel, se abraza al sabor del bocadillo que vino envuelto en papel de aluminio, se enrosca en el aroma a bronceador, se cuela debajo de la casulla de tela de toalla, cosquillea el pelillo de los brazos rebozados en arena semihúmeda, penetra en el color agrio de las algas. El compás del motor tiene, en líneas generales, la longitud de onda de la dulce calma que te invade. "Ir a la playa es el Zen de los íberos", ya lo decía don Evaristo Fariña. ¿Puede acaso uno sentirse más cerca del Nirvana? Solamente falta vencer la Ley de la Gravedad. Para alcanzar el estado de levitación metes las manos debajo de las nalgas y esperas a que se adormezcan. Luego estiras los pies bien juntos y los alzas una cuarta sobre la arena. Ni el más eficiente de los campos magnéticos cumpliría  mejor su cometido.

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