Aquellos telegramas que venían
con un gemir sordo,
como con sonido de naufragio
por la luz picada del pasillo.
Aquel apurar
el vaso de la ignominia.
La vergüenza usurpó
el sabor a pan en los días de lluvia.
Y a qué precio. No bastaron
todas las monedas de siglos
ganadas al polvo.
Desnudó su aguja larga
la vergüenza.
Fue tal la quemadura
de la vergüenza,
que mi entraña dio en crepitar
mimosa,
pero implacable.
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