viernes, 27 de diciembre de 2013

Teoría general de la motivación, el móvil y la hipnosis.

    
 
       Melquíades Botero, en la hora de exhumar a su madre, invocó su derecho a un aplazamiento y a unos lingotazos de Marie Brizard. Venía empleando este esquema desde que en Ceuta le pusieran las peras al cuarto unos moros que andaban algo escasos de humor.
 
     Melquíades Botero atravesaba una mala racha. Había apostado en demasía y lo había perdido todo. Bueno, todo, todo no. Conservaba como oro en paño el ajuar, regalo de la tía Concha a su madre con ocasión de sus primeras y únicas nupcias. Pero lo cierto es que de poco o nada le sirvió. Cuando, por aquello de apurar el patrimonio, recurrió a una casa de empeños, echó cuentas y vio que para cuadrar bien bien la cosa, lo que se dice bien, le harían falta, lo menos, dos mil ajuares como los de su difunta madre.
 
     ¡Ay, la tía Concha! ¡Qué señora! De pronto recordó la manía que tenía la tía Concha de cerrar las frases con un "chispón", espejo, pensaba él, de su gracia innata. "Melquíades, cariño, pásame la canela, chispón" "Melquíades, mira a ver si está tu madre, chispón". Tanto le agradaba el latiguillo que años tardó en percatarse de que su tía imitaba un "si us plau" pasado por la manga de su sordera. En ese instante le pintó el ánimo el pincel de la infancia presidida, según recordaba, por la anticipación de un futuro glorioso.
 
     Su vida había discurrido dulce al principio. Poco a poco fue emigrando de una posición social holgada, a la merma paulatina de su hacienda y, finalmente, a vivir siempre de prestado. De la institutriz y los idiomas pasó a andar de puerta en puerta al alimento y la voluntad . Él, en su carril, se encaramaba a una fe, un tanto mortecina, pero ciega, depositada en el feliz desenlace de todas las cosas. Lo que fácil se fue, fácil volvería. Aunque nos parezca ingenua la cavilación de nuestro héroe, Melquíades se decía que de menos nos ha hecho Dios y que con la esperanza intacta se llega a donde sea preciso. Que uno logra, en definitiva, cuanto se ponga por meta.
 
     Sin embargo el destino, que es terco, auxiliado por una lona de coñac de las suyas, una lona como un piano, lo soltó junto a la ría, en un bloque medio derruido al que no terminaban de dar la extremaunción. Y allí se mudó. Pese a la humedad, pese a la ausencia de desvelos por parte de sus vecinos de suerte y portal, a la carencia evidente de lo más básico, una especie de alegría bullía en el ambiente, sin mucho adorno, como el pelo de las niñas por mayo. Y así transcurrían los días: entre el rezongar de los grifos, el incesante ir y venir de gente por el cañón de la escalera, el hervor de las ollas, el olor a cangrejo, a apio, a guitarras, a jilgueros y a madera podrida. Ya casi se había olvidado del aparato puesto en marcha al objeto de dar con su madriguera.
 
     Cuando le presentaron a la firma la hoja que autorizaba la exhumación de los restos mortales de su difunta madre, Melquíades se puso pálido. Palideció como un mimo. "Aquí. Y todos tan amigos." El funcionario hincó el dedo en el punto en torno al cual había de gravitar el autógrafo de Melquíades. Pero él se abstuvo de decir ni media palabra. "Ánimo" Le dijo el funcionario. Supervisaban la ceremonia dos ventanas. A estribor, la ladera por la que trepaba el ensanche. A babor, el continuo soniquete urbano acostado sobre la delgada brisa del norte. "Ánimo. Que no la va a desenterrar usted con sus manos, hombre." A lo que nuestro héroe, sin tragar, por la congoja y el desplome de tensión, tan solo acertó a devolver: "No. Si no es eso"







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