En
cuanto el maíz se pudre en la planta de cada cien días llueve noventa. La
lluvia purga las fuentes, pellizca las silvas y entre que toca la tierra y
llega al Brañón entona un salmo. Quizá sea una letanía, quizá una plegaria. El
agua corre ante el pazo de Mella con su muro, con su piedra, su capilla y sus
cañas de bambú. Visita Os Currás donde nada se le pierde y prosigue su camino
hacia los prados.
De
tanto que llueve el burro de la casa rectoral agacha las orejas. La lluvia le
aplasta el pelo y le moja el costillar. El animal alienta como a golpes,
mientras aguanta el agua con la resignación de un mártir, con la paciencia, si
acaso, de un penitente. Por la cuerda que lo ata en la era se le fuga el
pensamiento. Parece sumido en un ciego abandono que lo inunda, que lo llena
de pesadumbre. Igual también nota un cierto resquemor. ¡Quién sabe!
Llueve
por toda la diócesis. De ahí que al foráneo le sobre el tiempo para escribir y
fumar. Dibuja de memoria y pasea. Tras la galería en la de Indalecio oye
llover. De pie junto al ventanal el foráneo se tienta la boca. Busca hebras de tabaco.
A veces sortea el lance y las escupe en seco, lo más en seco que puede. Desde que
se hospeda en la de Indalecio rellena de garabatos una libreta. Entre aquellos
se adivina la casa del cura, su campanario, su río (en la zona llaman río al
lavadero) y su fachada en ruinas. La casa rectoral, la que dicen casa del cura,
¡dónde va que está toda invadida de maleza! Al foráneo le gustaría poder pintar
el sonido de los alacranes y el verde de las silvas pero sólo tiene un lápiz de grafito.
Con él retoca también los otros bocetos, los tomados del natural, sobre todo los
del burro. Aquí rascándose contra el hórreo. En este espantando moscas con el
rabo. En este otro echando la boca a las hojas del peral. El foráneo querría asimismo
pintar las ánimas pero se le antojan menos dóciles pese a que abundan y andan a
menudo del arrimo a los galpones.
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