sábado, 7 de abril de 2018

LUZIFER

         





       Un Luzifer es un robot tanqueta. Para ventilar ligero su descripción, vendría a ser como una cabeza de hipopótamo con patas de avestruz. En su versión última, la mayor de cuantas se llegaron a lanzar, desbancaba en altura al Carballo de Ortigueira. Largo  hubo que corregir anomalías, desde los prototipos iniciales que no eran sino exoesqueletos de lo más tosco. Los reclutas decían preferir la muerte a ser atrapados dentro de aquella escafandra, uncidos al armatoste que, al ser inexpugnable y venir con un mecanismo autónomo de hidratación, un mecanismo inspirado en la captura de humedad de las hojas de álamo, le ponía las cosas al enemigo ciertamente a huevo.   Bastaba con dañar la pila de hidrógeno y dejar morir de apetito al ocupante. De tal suerte que la agonía se alargaba durante semanas. Pero peor aún pintaba la cosa si en pos de una supervivencia harto improbable, el timonel desbloqueaba la cabina. Varias y truculentas eran las historias sobre el trato que los skizos dispensaban a  los prisioneros. (...) 


         Hay un Luzifer encallado desde hace buena junto a un tractor Hanomag, los dos corroídos, llenos de herrumbre, con  la pezuña acariciada por la ortiga, el diente de león y la flor de incienso. Por allí, también, sorteando la maquinaria,  las gallinas deambulan super tristes. Espolvoreadas de niebla,  picotean ora las briznas de verde, ora el barro. Al fondo, sobre la desgarrada cartulina del horizonte, se ve la central térmica que lleva años sin largar su tripa de humo al aire. ¿No queríais aire puro?, pues aquí tenéis.  Aire puro para dar y tomar. El aire puro de la posguerra.  La central enseña una silueta de sarro, una carcoma que trae causa del  fuego aéreo enemigo. Así los robots tanqueta como los Hanomag  han hecho sangrar corazones de madre, han segado la vida de muchos jóvenes. Los Luzifer, adrede; cómo no. Formaba parte de su encomienda. Los Hanomag, en cambio,   sin venir demasiado a cuento. A veces, volcaban de manera intempestiva, a pesar de que  la cuesta , en principio, no se anunciaba peligrosa. Pero había otro cauce más diabólico por el que los tractores  aplicaban la pena capital. Cuando caían chuzos de punta sobre la braña, las gabardinas impermeables eran pasto de las tomas de fuerza. El tractorista (criatura) moría asfixiado luego de reventar a patadas algunos terrones, de los que tupían las uñas del apero. Todo por esa tradicional manía, esa manía inexplicable, de apearse del puente con el motor en marcha.








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